La iglesia ha llegado a nosotros en un perfecto estado de conservación de todas las de su tiempo, podríamos decir que la mejor de Madrid. El estilo es una transición de la última etapa del renacimiento (más bien herreriano), al barroco del siglo XVII.
El monasterio de benedictinas de San Plácido fue fundado en 1623 por la gran dama doña Teresa Valle de la Cerda y Alvarado, que había renunciado a su matrimonio con el poderoso caballero don Jerónimo de Villanueva para ingresar en el convento, siendo nombrada priora y siendo nombrado patrono de la fundación el despechado que no llegó a ser su esposo, que era ministro de Felipe IV. Quedaos con los nombres de estos dos nobles, porque vamos a hablar mucho de ellos.
El templo tuvo como arquitecto al madrileño fray Lorenzo de San Nicolás entre 1655 y 1658. Fue fundado como Monasterio de la Encarnación Benita, de religiosas del orden de San Benito, aunque se le conoció siempre como San Plácido por estar anejo al de San Martín, en donde se veneraba a dicho santo.
El edificio al principio, era una de las casas de Jerónimo de Villanueva, que dejó para su fundación en la calle de San Roque y como su querida amante había ingresado en el convento, mandó construir un caserón pegado al monasterio para así poder vivir cerca de su amada e incluso se excavó un pasadizo que unía la casa con el convento por el cual llegaría a atravesar el mismísimo rey Felipe IV, pero de eso hablaremos dentro de un rato, así que vayamos por partes y nos situaremos cuatro años después de la fundación del convento.
Juan Francisco García Calderón, un fraile benedictino, fue nombrado confesor de las monjas en San Plácido y al poco tiempo una de las monjas pareció que se volvió loca. La monja chillaba y actuaba como poseída, soltando palabras indecorosas (vamos... que soltaría un sin fin de tacos y palabras mal sonantes) y actuando como si dentro de su cuerpo estuviese el mismísimo diablo. El confesor sentenció que estaba posesa por el maligno y le sometió a un exorcismo para sacar los demonios de su cuerpo. A los pocos días otra monja entró en el mismo estado y otra vez fray Francisco tuvo que exorcisar a la nueva poseída. Así pasó una y otra vez con 26 de las 30 monjas que habitaban el convento, incluso la priora fue de las primeras en caer, nuestra fundadora doña Teresa Valle. y pronto no se hablaba de otra cosa en Madrid.
Muchos vecinos comentaban haber visto a las monjas retorcerse por el suelo a la vez que soltaban blasfemias, gritos desgarradores, los ojos fuera de sí y en poco tiempo, era sabido por toda la Corte.
Solo se salvaron cuatro de las monjas, casualmente por ser las de más avanzada edad o ser las menos favorecidas de atractivo físico, vamos... en una palabra, que se salvaron las viejas y las feas del ataque de Lucifer. Resulta que les había convencido a todas de que la mejor forma de sacar al diablo de sus cuerpos era teniendo relaciones carnales con él y claro... en vista de los polvazos que echaría, todas se sintieron poseídas con tal de probar el exorcismo y el confesor acabó por traginarse a todas las monjas, una tras otra, con ayuda de otro confesor, Alonso de León, que también le ayudaba en sus faenas y que fue parte acusatoria en el proceso que se le avecinaba a García Calderón. Pero mientras todo esto pasaba entre el confesor y las monjas, por el pasadizo secreto se infiltraban a menudo tres nobles también al convento: El Duque de Olivares, el patrón y despechado Jerónimo de Villanueva y el mismísimo Felipe IV. Desde luego que el convento de San Plácido se había convertido en escenario de las mejores orgías que se podían organizar en el Madrid de aquella época y de todos era sabido que el rey Felipe IV se había pasado por la piedra a medio Madrid y las grandes noches de sexo en el convento no iba a ser una excepción para el monarca.
En vista de lo ocurrido en San Plácido, tomó cartas en el asunto el Santo Oficio, deteniendo al confesor y a las monjas involucradas, incluida la priora, llevándoles a todos a la cárcel secreta de la Santa Inquisición en Toledo. Allí estuvieron durante dos años en que se dictó el fallo del juicio y condenando a fray Francisco García Calderón, de pertenecer a la secta de los alumbrados y por eso su condena fue reclusión perpetua, sin poder ejercer ningún cargo, con pan y agua tres días a la semana y otras medidas disciplinarias, acabaría sus días en dicha prisión. A doña Teresa Valle de la Cerda, la condena fue de cuatro años recluida en el convento de Santo Domingo en Toledo, que una vez pasados los cuatro años y arrepentida de sus pecados, y gracias a sus poderosas influencias, se le permitió volver a San Plácido para seguir ejerciendo su cargo. Las demás monjas fueron esparcidas por distintos conventos para que no volviesen a caer en las garras del maligno. Muchas de ellas volvieron de nuevo a San Plácido. Al fin y al cabo, tuvieron suerte y se salvaron de la hoguera. Y es que debemos tener en cuenta, ya con la mirada vista en nuestra época, que las monjas de San Plácido, eran muy jóvenes, demasiado jóvenes cuando ingresaban en la orden, y por mucho que se hubieran prometido matrimonio con Dios, no dejaban de ser adolescentes en la época de su vida en que la sexualidad aflora de una forma natural en sus cuerpos jóvenes y para colmo, el confesor y consejero de las monjas, debió de ser, lo que hoy llamaríamos... un chulazo de escándalo. Visto esto, lo demás es fácil de imaginar, y es que cuando uno está caliente... es muy difícil apagar la necesidad sexual.
Pero esto no queda aquí y unos años después, el convento de San Plácido vuelve a estar en boca de toda la Corte...
En las reuniones que mantenía Jerónimo de Villanueva en su casa con el Duque de Olivares y el rey Felipe IV (a lo que hoy podíamos llamar una reunión de amiguetes que quedan para ligotear por ahí) llegaron las noticias de una nueva monja que había ingresado en el convento. Se trataba de Margarita de la Cruz, una joven preciosa, con cabellos rubios y una cara virginal asombrosa, lo que hizo que el rey quisiera conocerla enseguida. Disfrazado el rey, fue al encuentro de la nueva religiosa...
El rey una vez conoció a la monja, se prendó locamente de ella y todas las noches iba hasta el convento para mantener largas horas de charla con ella. Pero el rey ya no aguantaba más charlas y el siguiente paso (evidentemente), era acostarse con ella, con lo cual la siguiente cita sería a través del pasadizo que unía la cueva de la casa de Villanueva con una bóveda del convento donde se guardaba el carbón, para así, poder llegar a sus aposentos. La abadesa Teresa, aprovechando su antigua relación con el noble y frustrado esposo, intentó persuadirlos de su aventura, pero tanto el Duque de Olivares como Jerónimo de Villanueva, le dijeron que eran órdenes del rey y que debía acatarlas, con lo cual, la abadesa ideó un plan...
Cuando los tres amigos pasaron el pasadizo la noche de marras, el primero en llegar a las estancias del convento fue Villanueva, que se encontró con lo que había ideado doña Teresa para hacer desistir al rey y salvar a Margarita.
La hermosa novicia yacía tumbada en un armazón de madera cubierto de paños fúnebres negros, con un crucifijo en la cabecera y cuatro cirios encendidos en las cuatro esquinas. Entre los cirios, un ataúd blanco rodeado de flores en donde se encontraba Margarita muerta, con su pálida carita de ángel y tan bella como si estuviera viva. Villanueva retrocedió y corrió a dar la noticia al rey, que cayó desmayado y hubo que llevarle a escondidas en una carroza hasta el Palacio del Buen Retiro donde tuvieron que asistirle. Otra vez tuvo que intervenir el Santo Oficio, que siendo inquisidor mayor fray Antonio de Sotomayor, arzobispo de Damasco y confesor particular del rey, tuvo que hablar muy seriamente con Felipe, el cual le prometió que no volvería a ocurrir nunca más algo parecido.
Pero Felipe IV, cuando se enteró del engaño, mandó pintar un cristo crucificado a su pintor de Corte para donar al convento por su arrepentimiento, pero en contraposición al buen acto de la donación del cuadro, mandó también un reloj que fue instalado en la torre por orden del monarca. El cuadro del cristo crucificado es el famoso cristo de Velázquez y el reloj tocaba las campanadas a difuntos en honor de la "fallecida" monja, y así estuvo tocando todas las noches, cada hora durante años, hasta el día que murió de verdad Margarita, momento en que misteriosamente no volvió a sonar más. Jerónimo de Villanueva, Caballero de la Orden de Calatrava, Comendador de Villafranca y Santibáñez, Consejero del Consejo de Aragón, Consejero de Guerra y Cruzada, Consejero de Indias, Protonotario del Consejo de Aragón, Consejero y partidario del Duque de Olivares y amigo íntimo de rey, una vez destituido el Duque y de llegar a ser el enemigo más odiado en Cataluña por ser el culpable del fracaso en política del rey, fue detenido por los hechos acontecidos en el convento de San Plácido y condenado a reclusión en la cárcel, pero gracias a su hermano que era el Justicia Mayor de Aragón, fue sacado de la cárcel y una vez libre se fue a vivir a Zaragoza, no pisando Castilla nunca mas. Allí moriría en 1645 a los 58 años de edad. De doña Teresa Valle, perdemos el rastro en la clausura de San Plácido pasando el resto de su vida allí. Yo no sé donde murió y donde fue enterrada.
Una vez vistos los acontecimientos que ocurrieron, vamos a saber un poco más del tema que nos lleva. El convento de San Plácido y su iglesia.
El antiguo convento donde pasó todo lo que hemos relatado, desapareció y en 1903 después de que las últimas monjas se trasladaran a las Salesas Reales, se demolieron distintas dependencias que se encontraban en ruinas, perdiéndose para siempre una capilla con frescos de Ricci y la Sacristía donde se encontraban dos cuadros de Velázquez, el Cristo y una última cena que al día de hoy nadie sabe donde está. En la parte que da a la calle del pez, se construyó un cine que acabó en un incendio y en 1912 fue reconstruido el convento nuevamente, intentando que se pareciese lo más posible a la antigua casa de Villanueva donde se fundó el monasterio, por el arquitecto Rafaél Martínez Zapatero, siendo declarado en 1943 Monumento Nacional, y no me extraña, pues veamos que nos encontramos dentro de su iglesia, que sí ha llegado hasta nuestros días.
Convento de las Benedictinas de San Plácido
La fachada del convento que da a la calle de San Roque, es una fachada austera, lineal, sin ningún ornamento, solo rota por la puerta de entrada a la iglesia y las rejas forjadas de sus ventanas. Encima del dintel de la puerta, se encuentra un relieve que representa La Anunciación, obra de Manuel Pereira, el elegante escultor portugués que desempeñó casi toda su obra en Madrid. Existía otro relieve en otra puerta que daba a la calle del Pez y que fue demolida con el convento en 1908. También está en la fachada de la calle San Roque dentro de un nicho, una imagen de San Benito, cubierta en la actualidad por unas rejas, obra también de Pereira.
Puerta de acceso a la iglesia con el relieve de Pereira y los escudos
Rejas forjadas en las ventanas del convento
Fachada en la calle de San Roque (a la izquierda de la foto)
Relieve de la Anunciación encima de la puerta, obra de Manuel Pereira
San Benito dentro de un nicho en la fachada, resguardado con rejas, obra de Pereira
Una vez que entramos a la iglesia, podemos ver cuatro magníficos retablos. El del altar mayor que nos dejará sin aliento, dos a ambos lados de la nave y uno en la Capilla de la Inmaculada. Todos ellos pertenecen a los hermanos Pedro y José de la Torre, unos magníficos escultores y arquitectos de la época, siendo Pedro el primer arquitecto que usó en los retablos barrocos las columnas salomónicas. En el retablo de la izquierda, contiene en su centro un lienzo de San Benito y su hermana Santa Escolástica, pintado por Claudio Coello, donde predomina el negro de los hábitos que ocupan tres partes del cuadro, en contraposición del rico colorido de la parte superior que representa la Trinidad, todo un arte de Coello en jugar la luminosidad entre el oscuro y la luz. El resto del retablo se completa con otros cuantos lienzos con representaciones varias.
Retablo de Pedro de la Torre con el lienzo de Claudio Coello de San Benito y su hermana Santa Escolástica
El retablo de la derecha está dedicado a Santa Gertrudis, un lienzo con más color y belleza que el anterior, pero con menos expresividad del autor y el resto del retablo se completa con otros lienzos del mismo pintor.
Pero lleguemos al retablo del Altar Mayor, el que contiene la joya de la iglesia sin ninguna duda.
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Retablo barroco en el Altar Mayor de Pedro de la Torre con el Lienzo de 7 metros "El Misterio de la Encarnación", representando la Anunciación, obra maestra de Claudio Coello
Este retablo sirve de marco al gran lienzo de siete metros de Claudio Coello, "El Misterio de la Encarnación", con una técnica de color preciosa, representa la Anunciación. El retablo es monumental, con dos pares de columnas sujetas por una base ornamentada con motivos vegetales, caras de ángeles y filigranas. Entre las columnas las imágenes de San Benito y San Plácido, una a cada lado, también son obra de Pedro de la Torre. En la parte superior sigue la misma ornamentación de filigranas y cuatro angelitos, haciendo la forma de un arco de medio punto, para enmarcar el bellísimo cuadro de Coello que tiene esa forma y que encaja a la perfección en el marco barroco de Pedro de la Torre. Delante de todo ello, una gran Custodia, Camarín o ostensorio, con forma de cubo y coronada por una cúpula perfectamente ornamentada, da profundidad al Altar Mayor, haciendo del conjunto una obra irrepetible. Os aseguro que estar delante de este retablo es para sentarte y disfrutar del arte hasta extasiarte.
El Misterio de la Encarnación, de Claudio Coello, lienzo que preside el retablo del Altar Mayor
Otra vista del conjunto del retablo con el lienzo
La cúpula no tiene tambor, tiene forma de media naranja y sus frescos fueron pintados por Francisco Ricci, al igual que los pilares del crucero. La cúpula está dividida en ocho sectores decorados con las cruces de las Ordenes de Alcántara, San Juan, Calatrava, San Mauricio, Avis, San Esteban, Cristo y Montesa. Las pechinas están adornadas con grandes medallones con las figuras de cuatro Santas Benedictinas: Santa Juliana, Santa Francisca Romana, Santa Isabel Abadesa y Santa Hildegarda. También cuatro rectángulos que no se ven apenas en los pilares del crucero, que representan a San Ildefonso, San Anselmo, San Ruperto y San Bernardo, que son los mismos santos que representan las imágenes que se alojan en hornacinas de los pilares que esculpió Pereira.
Cúpula y pechinas pintadas por Francisco Ricci
A ambos lados del crucero se encuentran dos cuadros del siglo XVIII muy oscuros, Nuestra Señora de Atocha y la Virgen del Milagro, los dos obra de Meléndez, pero las fotos que hice salieron muy mal, muy oscuras y con el reflejo del flash, ya que no tenía luz suficiente para hacerlas de otra forma. Así que no os las puedo mostrar.
Otro de las grandes obras que atesora San Plácido, es el Cristo yacente de Gregorio Fernández, una verdadera joya del barroco que ha llegado hasta nosotros en perfecto estado de conservación. Una obra preciosa de la que puede enorgullecerse este convento.
Cristo Yacente, obra de Gregorio Fernández
Pero sin duda, la obra de mayor envergadura que estuvo en este convento, es el cuadro del Cristo de Velázquez, tal y como os conté antes. No hay documentación que demuestre si realmente fue regalado por Felipe IV o si fue Jerónimo de Villanueva el que lo mandó pintar, pero sea como fuese, el cuadro estuvo casi doscientos años en la Sacristía de la iglesia, hasta que por motivos que no están muy claros, acabó en poder de Manuel Godoy y más tarde fue a parar al Museo del Prado. Desde luego que debería de seguir en el convento para el que fue pintado, pero no seré yo el que ponga en un compromiso a los altos cargos de la pinacoteca para deshacerse de tan magnífica obra de arte. Ese cuadro oscuro y pintado a conciencia para las sombras de San Plácido, debería seguir en su lugar de origen.
Cristo de Velázquez, cuadro que estuvo en la Sacristía del convento durante casi 200 años
Mi visita a San Plácido ha sido en un día radiante de sol, con una luz extrema a las once de la mañana, sin embargo, una vez que crucé la puerta por debajo del relieve de Pereira que está encima del dintel, me introduje en una atmósfera impregnada de silencio, oscuridad y de paz. La iglesia a pesar de la luz que había en el exterior, permanecía en penumbra, más que en penumbra, en una perfecta oscuridad, y que solo pude empezar a ver, cuando se fueron encendiendo poco a poco las luces que alumbran el lienzo de Claudio Coello en una perfecta iluminación entre sombras, que hacen del cuadro, un espectáculo lleno de sensaciones que no olvidaré jamás.